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Marta Dillon relató su visita a La Rioja

La periodista de Página 12 relató la experiencia de su visita a la ciudad de La Rioja donde participó en el Conversatorio Mujeres Ni Una Menos junto a otras invitadas, convocadas por el gremio de AMP..



Me tocó viajar a La Rioja el viernes pasado, de madrugada. Llevaba en el cuerpo emociones cruzadas: convivían el enorme poder que desplegamos el miércoles cuando paramos y marchamos juntas y el final de esa fiesta con la brutalidad represiva que se ensañó contra todas nosotras aunque fueron algunas las que recibieron los palos, los gases, los insultos y el calabozo. A pesar del cansancio por las noches en vela, ver los cerros desde el aire y el horizonte abierto de ese monte achaparrado en ese suelo árido servían para aquietar la agitación de la semana, el dolor y la rabia. Iba a dar una charla, un balance apurado del 8M, en la Asociación de Maestros y Profesores, uno de los gremios docentes que allí sostienen el paro que seguirá otros cuatro días. Era una oportunidad para tomar distancia, para escuchar otras voces, saber cómo se había vibrado el Paro Internacional de Mujeres lejos de Buenos Aires. En esa ciudad de casas bajas, las emociones también estaban agitadas, no habían sido tantas, me contó Ana Núñez, una docente en sus 30, “pero éramos parte de algo grande y a diferencia del 19 de octubre esta vez sentimos que estábamos más hermanadas, que había espacio para sentir la alegría de sostener la organización, de haberlo hecho otra vez”. Ella era puro entusiasmo, había ensayado con sus compañeras pasos de baile, redobles de tambores y cantos que no llegaron a aprenderse del todo pero armaron su propio ritual comunitario. Frente a la sala llena de docentes, Ana, habló toda sonrisas de su experiencia durante el 8-M.  Después fue el turno de Analía Yoma, periodista y también docente y mucho del sentido de las últimas movilizaciones masivas que venimos protagonizando las mujeres terminó de instalarse: “Este es el momento de testimoniar”, dijo antes de relatar que hace unos años había sido violada, que sobrevivió de pura suerte, que en la comisaría a la que había ido a denunciar sin dudarlo un instante fue revictimizada igual que en las revisaciones médicas y frente al poder judicial. Analía llevó a juicio a su agresor y eso que consideraba una lucha personal se había resignificado en la acción colectiva. Se había sentido desintegrada cuando la atacaron, ahora su voz y sus acciones las ponía a disposición para que otras se animaran a quebrar el silencio. Eso que decía y que estaba tan claro cuando se hizo la primera marcha #NiUnaMenos, que nuestras voces por fin eran escuchadas, aparecía otra vez con fuerza y tenía la potencia de conjurar ese dolor remanente de las imágenes de las chicas siendo arrastradas de los pelos hacia el calabozo. Entonces el micrófono empezó a pasar de mano en mano, las experiencias personales de la violencia machista se alternaban con los logros que se habían conseguido en los últimos dos años: que esas experiencias no fueran pasadas por alto, que el sindicato consiguiera la licencia por violencia de género, que esa licencia se le hubiera otorgado este mismo mes a una docente que sólo tenía un puesto de suplente. El auditorio mezclaba generaciones y creencias, todas tenían una vibración propia que aportar al conversatorio. Hasta que el debate se ancló en una foto que dio vueltas al país en estos días: la performance que un grupo de mujeres hizo en Tucumán, representando lo que podría ser una monja o una Virgen abortando. “Yo le pido a Ni Una Menos un poco de respeto, porque la Virgen también era mujer”. Era evidente que el acuerdo con ese pedido era minoritario, nadie la interrumpió. “A mí no me representan si no pueden entender que algunas de nosotras también tenemos la experiencia mística”. Las ganas de debatir ganaron el salón, hubo quienes defendieron la potencia revulsiva del arte, quien habló de su lugar de mujer indígena y de sus ritos demonizados por la Iglesia, hubo otra mujer que se refirió a su propia experiencia mística en relación con la luna, quien le atribuyó a la Iglesia católica la muerte de mujeres por aborto clandestino y quién propuso una autocrítica frente a las prácticas del feminismo ahora mismo, ofendiendo a quienes sienten profundamente la fe católica. Frente a tantos argumentos, todos distintos pero igualmente apasionados, la demanda de la mujer que había instalado el debate se hizo relevante. “No me representan”, había dicho y la pregunta es ¿cómo representar a la enorme diversidad del movimiento de mujeres? O mejor: ¿Es este un movimiento que busca representar? No lo creo. La fuerza que tienen las movilizaciones que cada vez atraen a más no está en el sistema de representación si no en los lazos que se tienden en la enorme diversidad que se representa a sí misma en la calle. Esa es la práctica en la que venimos creciendo como movimiento: una enorme voluntad de tender lazos entre experiencias, deseos y demandas heterogéneos, unas ganas enormes de expandir las zonas de confort, de intercambiar saberes, de habitar un feminismo que se hace en el diálogo y el intercambio para encontrar esos nudos en que es posible entrelazarse. Esa potencia es la que se busca anular haciendo foco en un solo hecho, en una foto que pretende retratarlo todo para volverlo amenazante. Pero lo cierto es que en este feminismo que está cruzando huellas para hacerlas camino, la forma de todos los pies son necesarias. No hay por qué sentirse representada por una performance que puede ser revulsiva pero no es más que una puesta en escena, tal vez alcanza con mirar para otro lado, con abrir otra escena en la que se pueda habitar pero entendiendo que esta cuña que metimos en muros de silencio sobre nuestras experiencias frente a la violencia machista, que es la del golpe y también la de la inequidad económica, no puede cerrarse porque no todas hablamos el mismo idioma. Porque la nuestra es la lengua del cocoliche, que lo mezcla todo y lo hace contraseña nueva, es la lengua del afecto, la que se habla con el cuerpo. Esa es la experiencia de marchar juntas, de provocarnos a desafiar también nuestras creencias, de generar el acuerdo de que nuestro límite frente a lo que tolerábamos ha cambiado. Y eso es ganancia para todas. “Gracias por haber traído el debate”, dijo alguien en el auditorio. “Gracias por ayudarme a pensar”, dijo la docente que se había sentido ofendida. Y ese diálogo, aun cuando parezca mera cortesía, es el que ponemos en acto cada vez que salimos a la calle. Y es lo que nos hace sentir el poder de los acuerdos, cada vez que tomamos distancia y podemos ver el todo y no las pequeñas imágenes que se pretenden imponernos a todas.