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Susana, una mujer que arrastraba la sombra materna

Su vida tenía calma. Quizá porque había hecho más años de terapia que cualquiera otro argentino. Pero a pesar de los divanes interminables, en sus ojos almendrados, rodeados por las gafas de ojos de gato, la huella de la tristeza nunca desaparecía.



Por Pilar Ferreyra

La conocí en una zapatería. Le pedí opinión sobre unas sandalias bicolores y coincidió conmigo en que eran divinas. Intercambiamos ideas, y terminamos tomando café con leche y sándwiches tostados en una confitería de la ciudad de Buenos Aires.

Nos hicimos muy amigas. Entre nosotras había un espíritu de confraternidad. Susana era algo así como la hermana mayor, y yo, la menor. Ella había nacido y crecido en Rosario. Allí había estudiado periodismo. Luego se había casado en el extranjero con un hombre mayor que ella, del que escapó estando embaraza.

De regreso al país, dedicó su vida a su pequeño de nariz de botón y ojos despiertos. Un niño sagaz al que a los ocho años le encontraron un tumor de cerebro y que a los nueve apagó su corazón. Desesperada, muriendo de dolor,  decidió llorarle a un amigo mexicano, empresario de medios, que, entiendo, le dio un consejo pésimo: “Te tienes que ir lejos. Te vas a trabajar a un canal de televisión alemán”. Y Susana se fue. Como no hablaba el idioma, tardó un año en empezar a conducir TV. Por lo que, pasó más tiempo lamentándose por la pérdida de su hijo de lo que lo hubiera hecho de estar ocupada.

Susana era un imán para los líos. Leyendo un diario europeo tuvo la intuición que le insumió seis meses. Descubrió una red de venta de bebés triangulada entre Argentina, Bélgica y Alemania. A la semana de hacer pública la noticia, tres hombres la atacaron en la estación de trenes de Frankfurt. Terminó en la morgue. Un médico costarricense notó el rocío bajo el saco de plástico gris en que Susana estaba metida. Le salvó la vida.

Volvió al país. Se enamoró de un psicoanalista con el que compró un departamento que pusieron a nombre de él. Cuando se separaron, ella no cobró ni lo equivalente a una bisagra.

            Eran tantas las calamidades, que no podía si no descorazonarme más y más con los relatos a medida que la conocía. Hasta que una tarde, caminando debajo de la sombra de unos palos borrachos por Palermo Soho, me sobrevino un hartazgo. “Decime, Susana, ¿cómo es posible que todo el mundo, tu ex novio, tu ex marido, los cirujanos de tu hijo… todos, todos, te hagan daño? Clavó los pies al suelo, me miró sin pestañar y me ametralló con su respuesta: “Cuando era chica, mi mamá me violaba. Yo solo quería ser la planta que estaba en una maceta. Meterme bajo la tierra”.

            Nunca más la juzgue; pero no pude seguir siendo su amiga. Solo en los juicios de lesa humanidad había escuchado algo parecidamente horroroso.

IMAGEN: Matt Fernándes - Creative Commons Zero (CC0).