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Soledad, una joven en venta para pagar las apariencias

Una vida en llamaradas. Así nombraría la vida de esta joven de nombre triste, que nació en Buenos Aires. Que zafó de una madre desordenada para volver a caer en otro desorden. Que años más tarde regresaría a la Argentina, con la piel curtida y un hijo hermoso de ojos de miel.



Por Pilar Ferreyra 

La conocí en la puerta de un viejo edificio de los años sesenta.  Ambas vivíamos a metros de la Academia Nacional de Medicina sobre la Avenida Las Heras al 3000.

Su nombre era Soledad. Ojos castaños, cejas tupidas, pelo rojizo enredado. Andaba por la vida como con desenfado; pero, con el tiempo comprendí que su distracción obedecía más a su pérdida de fe en la vida, que a otra cosa.

Con la mano de su hijo de ocho años atrapada en la suya, subía y bajaba hacia la escuela. Cruzaba a comprar cigarrillos, o caminaba unos pasos hasta al almacén del gringo Sergio.

            Soledad era un espíritu atropellado en su propio límite. Su familia había protagonizado la rotura de su corazón.

Cuando tenía quince años, un infarto masivo sorprendió a su padre, un financista que tenía más deudas que ahorros. Un secreto que el patriarca había guardado celosamente. Así que a todos sorprendió su muerte.

            Como las apariencias habían sido la base de la socialización de la familia de Soledad, que vivía en un piso de la Avenida Libertador frente a los Bosques de Palermo, ante la ruina, a su madre no se le ocurrió mejor idea, que hacer uso de la belleza de su hija. Y así, alta, bonita, delgada, morocha y de senos turgentes, con la anuencia además de su hijo mayor, la madre de Soledad puso en marcha un negocio con el que logró mantener a los acreedores a raya y, sobre todo, continuar con la hipocresía de una vida de abundancia. Durante tres años, prostituyó a Soledad con los caballeros que figuraban en la agenda de clientes del marido.

Con la sagacidad de un conejito que quiere huir de las garras del zorro materno, Soledad espero a cumplir dieciocho años y con la ayuda de una amiga que tenía contactos en la Embajada Española, logró escapar. Huyó al archipiélago de las Baleares, a Ibiza, una isla conocida en el mundo por las noches alocadas. Nadie huye de su propia tragedia sin cargársela encima.

En el Mediterráneo conoció al que años después fue el padre de su hijo. Un español, adicto a la cocaína, traficante. Ella también se hizo adicta y durante años vivieron del pequeño tráfico de drogas. Hasta que a fines de los noventa, con su hijo de tres años, escapó de nuevo; pero esta vez hacia la Argentina. Con 1000 dólares, una valija con peluches, algunas mudas, un permiso falso para sacar al pequeño del país, dos pasaportes y un alma rota en mil pedazos.

La historia de Soledad, que parece insólita, se parece a la historia real de mucha gente como uno.