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17/02/23

Los Ojos del Tigre

Al conmemorarse 188 años del asesinato del General Juan Facundo Quiroga, el escritor Damián Vera nos comparte un cuento sobre el caudillo riojano.



En aquella madrugada rosa de otoño riojano, el enorme felino había escuchado sin consuelo alguno cada minúsculo rugido de su hambre, recostado sobre un pajonal seco a los pies de la inmensa loma. Lamía sus patas delanteras con aturdida vehemencia. Más cierto aún, era el hecho de que llevaba vagando días y noches sin conseguir presa para su apetito.

Una vez que repuso un poco sus energías, caminó pesado cargando el hambre, unas cuantas leguas, hasta llegar a una represa algo escasa.

Si bien los lugareños, con frecuencia, le decían tigre, descubrió desilusionado en el reflejo del agua, que no tenía una sola pinta. Se vio más  a si como un gatito pardo, que como una fiera peligrosa. No obstante, no estaba para reparar en habladurías.

 Aquel día, en el silencio más sublime del llano, escuchó una comitiva estruendosa que venía por uno de los caminos polvorientos y medanosos. Se le agitó el corazón. Sintió como el pelaje se le erizaba. Sus fauces se humedecieron. Su respiración se hizo más ruidosa y su ronroneo delator, le provocó por un momento el temor a ser percibido. Se hizo la idea de su banquete y no pudo contener la saliva.

Fue con premura a esconderse, mas logró con éxito camuflarse entre la maleza esperando la ocasión para su gran asalto.

Avizorando sólo un atisbo de sus ojos, imposible a la percepción humana, con el pecho sobre la tierra, en posición de ataque, esperó. Cuando estuvieron cerca, se interpuso en medio del camino de un sólo impulso.

Los que pudieron, echaron a correr desaforados. Otros se resguardaron en la  carreta galera acurrucados de pánico.

Confundido veía como esas formas humanas se movían delante de él levantando polvareda. Meditaba a fiel instinto, a quién elegiría; y en unos pocos segundos sólo le quedó una opción.

Se acercó lento y parsimonioso. El caudillo de barba hirsuta y de porte modesto, se había quedado inmóvil frente a él. Fue el único que no huyó desesperado como los demás.

Pensó para si, “por fin, será muy fácil”. Se acercó con más sigilo…entonces de nuevo ese halo que lo había azorado en la represa, lo cubrió por completo de entendimiento; fue en el preciso momento que miró el espejo de los ojos del Caudillo que refulgían cual fiera, ojos atemporales e infinitos que ni el balazo de Barranca Yaco, luego, apagaría jamás y entendió, una vez más, como mirando una represa de alma abundante…

                                                                                     quién era el tigre y quién la presa.

 SAIRO

Damián Vera