
Hace un par de años, Hernán Ronsino visitaba La Rioja para presentar lo que otros dieron a llamar su trilogía pampeana, compuesta por La descomposición, Glaxo y Lumbre. Digo otros porque no recuerdo, en lo poco que charlamos, que Hernán llamara así al conjunto. Eran tres libros sí, con puntos de contacto, claro, pero él distinguía muy bien unos de otros.
Novelas traducidas a varios idiomas, las particularidades de su voz, sólida y poética al mismo tiempo, asentada en los datos, en la experiencia, pero sin esquivar la búsqueda, la trabajosa construcción de un instante de revelación a partir del lenguaje, hacían ya en ese entonces que los riojanos tuviéramos oportunidad de conocer a uno de los escritores más destacados de la “nueva generación” en Latinoamérica. Así lo había seleccionado la Feria del Libro de Guadalajara un tiempo antes, cuando Hernán apenas trasponía el umbral de los 35 años.
Escritor premiado y becado, periodista, sociólogo, docente, sobre todo, un buen tipo. Esa fue la impresión que nos dejó a todos los que pudimos estar cerca durante su estadía. Yo en ese entonces trabajaba en la librería y como era allí que se realizaba la presentación y me había impactado lo que alcancé a leer de sus libros, sus antecedentes, la humildad que transmitía ese personaje barbudo de gestos apacibles y bonachones, tomé para mí la tarea de difundir su llegada, como un toque de atención para quienes aún no lo conocían y también como una forma de bienvenida. Así que le pregunté que hacía durante la mañana, si quería que la aprovechemos en algo, pedí en la librería que me dieran algunos ejemplares de las novelas y propuse que saliéramos a hacer un recorrido por las radios. Hernán aceptó encantado.
Entusiasmado como yo, se comportó como si nunca lo hubiera hecho. Mientras caminábamos, conversábamos de todo un poco. Yo le explicaba la vuelta que le daríamos al asunto para presentarnos en el horario central de las mañanas y procurar que nos concedieran unos minutos sólo para hablar de libros. Había echado mano a los contactos que hice en mi trabajo previo como coordinador de prensa y conseguí que nos recibieran unas cuantas radios. Le expuse mis “estrategias comunicacionales” para difundir la obra y la presentación, y que entendieran que no estábamos vendiendo algo. Y menos que menos, humo, aunque así se configuraba a veces la literatura de huidiza, compleja, inaprensible. Hernán sólo asentía y me decía: “lo dejo en tus manos”. Para ir entonando, le pregunté que le había llamado más la atención en la primera de las vueltas que alcanzó a hacer por la ciudad, noté que caminaba contento, casi parecía que íbamos de excursión.
Las filas que la gente hace para todo, en todas partes, el tiempo que pasa haciendo esas filas, en cajeros, oficinas, comercios, para cargar nafta, y hasta para comprar un chicle, me comentó. También los perros, los innumerables perros callejeros que acompañaban esas filas, que se metían a los bares y en los bancos, que deambulaban entre el césped, las baldosas de la plaza, y los espacios alfombrados. Nos reímos. Le conté que todo eso se agudizaba mucho más durante el verano, cuando los perros acezan su cansancio y desamparo junto a los riojanos que nos apretujamos cerca de los aires acondicionados o una franja de sombra, para seguir haciendo fila.
Nos fue muy bien por las radios. Los productores se comportaron de maravilla. Hernán observaba de reojo mi orgullo (y mi alivio) de que las cosas nos salieran. Tuvimos oportunidad de hablar de sus novelas y hasta de darle un giro sociológico a la realidad del interior del país y el momento que empezábamos a transitar a partir del cambio de gobierno, y de cosas que nunca van a cambiar, como la lejanía y el paso del tiempo en pueblos que se van quedando olvidados. Eso, en medio de pedidos de disculpas, interrupciones y chivos, llamados de “doñitas” con reclamos y políticos con anuncios, de movileros que anunciaban un corte o un accidentes en la calle, o que salían al aire con una entrevista al carnicero para anunciar que subieron los precios y que la gente menos consume. Nosotros queríamos hablar de ficción literaria y procurábamos que el intento no naufragara entre esas capas de realidad, así sea subterfugiamente, hasta que nos dimos cuenta que eramos un color más en la trama infinita de ese collage y que no desentonábamos para nada.
Regalamos los libros a los locutores, algunos se mostraron ávidos y optaron por elegir “el más gordito”, otros lo tomaron con indiferencia y hasta le cambiaron el nombre, no faltó el que enseguida anunció a los oyentes un gran sorteo. Volvimos con Hernán agotados y más que satisfechos. Él, muy agradecido, me preguntó si la editorial había mandando los libros como obsequio de prensa. Le respondí que no, que lo había asumido la librería como costo de promoción de un autor invitado. Me respondió que eso no pasaba ni allá, en la Capital, y que haría la gestión para que la editorial no cobrara los ejemplares que tan generosamente habíamos dado.
Al otro día, Hernán se fue. Antes lo llevaron a visitar Sanagasta, como un modo de que conociera algo más que filas de personas y perros callejeros, aunque él siempre trasmitió eso, de que estaba chocho de conocernos precisamente así. Llegué esa mañana a la librería sin la camisa y los zapatos que había usado para ir de visita a las radios, con un buzo con capucha que, por la general, al salir de casa me hacía sentír como Rocky Balboa por la avenida, empezando a entrenar. Apenas me vio, Hernán se sonrió y se puso en guardia de boxeo, jugando. Él pudo verlo, claro, su territorio está hecho de esas percepciones, de esos juegos de paralelos e imaginación, me dije, reconociendo todavía más al escritor.
Se fue a las apuradas. Lo llevaban, lo llamaban. Nos dimos la mano y un abrazo. Le pregunté cuál de los tres libros me recomendaba, a mí, particularmente, empezar a leer. Dudó, pero al final, me respondió. Alcancé a estirarle ese libro para que lo firmara y algunos me miraron con reproche por la demora. Él se tomó el tiempo. Tenía esa característica. Tomarse el tiempo. Escribió calmo la dedicatoria, desde la puerta, mientras lo agarraban del hombro para sacarlo de una vez de la librería. Hasta que nos veamos de vuelta. Hasta que nos veamos.
La leí después. Volví a leerla unos meses atrás, cuando pensaba que características quería darle al proyecto de promocionar desde la comunicación la literatura, la lectura, los autores, rescatar una poética de manera cercana y actual, llana, humilde con brillo. Fue para mí una de tantas señales importantes de que todo esto, en esencia, estaba ya escrito mucho antes. Había que rescatarlo, incluso, volver a hacerlo. Puso Hernán esa mañana, con letra rápida pero legible: “un gran gusto haberte conocido, el recorrido por las radios fue una aventura inolvidable: tenemos que salir por los pueblos”. Una aventura, exacto, es eso, juego alegre y apasionado. Inolvidable para un tipo que valora el tiempo, la memoria. Y esa consigna: la de salir, la de no quedarse, la de ir siempre al encuentro.
Javier Martínez- Autor y responsable de Despierta & Lee- Facebook: @despiertalee Blog: despiertaylee.wordpress.com