
Los seres humanos tienen un valor intrínseco e irrenunciable que debe ser protegido y respetado y actuar con dignidad significa tratar a los demás con el mismo respeto (Immanuel Kant).
Por Dra. Patricia Rippa M.P. 1291
La eutanasia no es solo un concepto jurídico, médico, filosófico o social, es, ante todo, un dilema profundamente humano que expone el límite entre el deber de cuidar y la obligación de no prolongar el sufrimiento cuando ya nada se puede hacer. En nuestro país, donde en los últimos años se han presentado diversas iniciativas legislativas que buscan regularla, aun no se plantearon debates, pero los fundamentos ya aparecen envueltos en argumentos abstractos, tensiones morales, temores y prejuicios. Pero la discusión real, la que interpela a todos por igual, sucede en otro lugar, en el corazón de las familias que acompañan y pacientes que soportan una agonía que ya no tiene sentido.
Para quienes no han atravesado el dolor extremo de ver sufrir a un ser amado sin alivio posible, seguramente este tema se presentará como un mero ejercicio intelectual teórico y cargado de prejuicios muy alejados de la realidad, inclusive muchas opiniones que parecen sólidas se derrumban cuando el sufrimiento se instala en la vida propia o de alguien cercano, entonces es allí, frente a la fragilidad absoluta, donde se revela lo esencial que es la dignidad humana.
Mi padre lo decía con una claridad brutal, pedía por favor que le administráramos alguna sustancia que lo llevara de este mundo, no quería seguir viviendo aprisionado en un cuerpo invadido por un dolor que ningún tratamiento lograba mitigar, lo pedía a gritos, y esos gritos aún resuenan en mi memoria como una herida abierta para siempre en mi interior y el hecho de no haber podido cumplir con su voluntad y ayudarlo a no sufrir más, toda nuestra familia fue testigo de una agonía prolongada e inevitable, pero sobre todo innecesaria. Lo vimos apagarse lentamente y en poco tiempo, tres meses insoportables que para él fueron eternos, cada minuto ha sido un cuentagotas de tormento, atrapado en un padecimiento que él mismo consideraba indigno y que la ausencia de un marco legal adecuado no le permitió evitar, esa experiencia nos dejó una certeza inquebrantable, no se debe obligar a nadie a transitar un final que no se elige.
Aun así, en nuestra sociedad persisten resistencias, muchas de ellas basadas en visiones dogmáticas o en concepciones paternalistas que, bajo el argumento de “proteger la vida”, terminan desprotegiendo a quienes más necesitan que su autonomía sea respetada. La defensa absoluta e incondicionada de la vida biológica, aun cuando ya no exista posibilidad de bienestar, se vuelve una contradicción ética, ya que la vida sin dignidad no es un valor absoluto, por lo que el sufrimiento no debe ser romantizado, espiritualizado ni convertido en un mandato.
La eutanasia, lejos de ser una amenaza, es una garantía y permite que cada persona pueda decidir sobre su propio cuerpo y sobre su umbral de tolerancia al dolor, que es un proceso íntimo, entender que no se trata de imponer una opción, sino de habilitarla, es en estos avances cuando la libertad no consiste en obligar a vivir, sino en permitir elegir cómo y cuándo la existencia se reduce a una sucesión de padecimientos.
Hablar de eutanasia también significa hablar de amor, amor como cuidado, amor como respeto, amor como renuncia al egoísmo que nos empuja a retener a quienes nos importan aun cuando ellos ya no quieren permanecer aquí, el final de la vida debería ser un acto de profundo acompañamiento, no una batalla contra el propio cuerpo ni una imposición externa sostenida por protocolos que pierden de vista a la persona.
El acompañamiento moral y humano al final de la vida fue bellamente sintetizado por Virginia Henderson: “Si puedes curar, cura; si no puedes curar, alivia; si no puedes aliviar, consuela; y si no puedes consolar, acompaña.” lo que no puede permitirse es que acompañar se transforme en obligar a sufrir.
Los cuidados paliativos representan un avance indispensable, pero no pueden convertirse en la excusa para negar otras alternativas, para muchas personas, incluso con cuidados paliativos, el sufrimiento persiste de forma intolerable, aunque la medicina paliativa alivia, no siempre alcanza y es en ese límite donde la eutanasia aparece como un acto de humanidad, no como una renuncia a la vida, sino como una renuncia a la crueldad.
La dignidad humana implica reconocer que nadie puede decidir por otro cuánto dolor es aceptable, aquí se eleva el valor de la autonomía, es importante saber que no es un privilegio sino, un derecho en la vida, y también en la muerte.
Como sociedad necesitamos este debate y no un debate superficial ni dominado por consignas obstinadas, ni pulseadas ególatras y extremistas, sino uno honesto, profundo y libre de prejuicios, porque merecemos que nos escuchemos, todas las voces de quienes han atravesado el sufrimiento extremo, y que se legisle pensando en las personas, no en abstracciones idealizadas, o en su defecto lo contrario es seguir condenando a muchos argentinos a transitar un final injusto, evitable e intensamente doloroso.
Es tiempo y muy importante asumir que la eutanasia no es la antítesis de la vida, sino la defensa última de la dignidad cuando la vida ya no puede ofrecer nada más que dolor.
Por último, dejo mi humilde reflexión sobre este enorme acto de amor, porque estoy convencida de que muchas personas que se oponen a la eutanasia solo resisten a la idea de despedir para siempre a un ser humano, por apego o tal vez por miedo a ser juzgados, temor a quedarnos solos o a castigos divinos, es por tal motivo que debemos madurar racional y emocionalmente para poder comprender que no estamos entregando a nadie a la muerte, sino que estamos rescatando del dolor a alguien, y eso merece el más grande de los respetos por quienes optan por este final de vida.